A
Margaret Tobin Brown le gustaba que la llamaran Maggie.
Así lo hacía su familia
desde que naciera en julio de 1867 en un pueblecito de Misuri. Sus padres eran unos
inmigrantes irlandeses cuya economía siempre andaba mal. Por eso la niña tuvo
que dejar la escuela, que adoraba, y ponerse a trabajar en una fábrica tabacalera.
Dicen que fue allí donde aprendió a protestar por las injusticias que se
cometían con los obreros. Y a cabrearse, sobre todo, por el trato que se les
daba a las mujeres. Desde muy pequeña tuvo un interés especial en cultivarse
porque pensaba que con ello podría prosperar en la vida. Soñaba con tener una biblioteca enorme en una casa donde además hubiera
cuadros, esculturas y todo aquello que pudiera satisfacer sus anhelos culturales.
Para ello, planeaba casarse con un millonario, pero antes de conocerlo, decidió
que podría intentarlo por sí misma y se marchó a Colorado, donde había minas de
plata en las que poder trabajar.
Tenía 18
años cuando dejó el pueblo natal en compañía de un hermano y una hermana.
Mientras él trabajaba en una de las minas, ella se empleó como dependienta en
una tienda. La ciudad donde se instalaron, Stumptown, era una comunidad de
casitas ocupadas por los mineros, los comercios que estos utilizaban y las
oficinas de las compañías. Maggie era tan sociable que enseguida hizo multitud de
amigos, a los que siempre trató de adoctrinar en la teoría de que los obreros
debían exigir sus derechos. Tal vez fue entonces cuando empezaron a llamarla
Molly.
Se
calcula que los Brown tuvieron de pronto cinco millones de dólares con los que
Molly podía hacer lo que siempre había deseado. Comenzaron por viajar por el
país para asistir a galerías de arte, librerías famosas y tiendas de moda. Más
tarde, compraron una casa en Denver y se llevaron a vivir con ellos a los
padres de ambos y a tres sobrinas. Molly era muy generosa con el dinero, quería
ayudar a todo el mundo que lo necesitara, primordialmente a mujeres y niños.
También anhelaba amistades aristocráticas porque quería aprender a comportarse
en sociedad y frecuentar los ambientes culturales que tanto le agradaban. No
tuvo mucho éxito en esto último pues la gente la veía como “una nueva rica”,
algo que la desprestigiaba ante las familias más antiguas de la ciudad.
Mientras tanto, Jim, que había
vuelto a Denver porque echaba de menos su país, tuvo algunas aventuras que ella
descubrió y la llevaron a solicitar el divorcio. Sin embargo, la pareja no
llegó a divorciarse nunca, sólo se separaron, quedándose Molly con la casa y
700 dólares mensuales. Cuando regresó a Estados Unidos, continuó ayudando a los
necesitados. Apoyó numerosas huelgas obreras y también a los movimientos
sufragistas de la época. Como su hija estudiaba en La Sorbona de Paris, de vez
en cuando volvía a Francia y desde allí emprendía otros viajes.
Eso hizo
en 1912. Recogió a Catherine y juntas fueron a Egipto. Dicen que allí se
encontró con Jacob Astor IV y su esposa Madeline, quienes le hablaron del
Titanic, el lujoso barco en el que ellos iban a regresar a América. Molly no tenía
fecha de vuelta, así que no prestó demasiada atención. Estaba, además, demasiado
ocupada con la compra de antigüedades, algo que no podía dejar pasar. Tres
cajas llenó y llevó de vuelta a Paris para donarlas al Museo de Denver. Antes,
había acudido a un vidente que le había aconsejado no coger ningún barco pues
su vida podría peligrar, pero Molly solía reírse de esas cosas y, entre bromas,
se compró un talismán de jade que prometía dar buena suerte a quien lo llevara.
Ya en
Paris, recibió una carta de su hijo diciendo que su nieto estaba enfermo y
enseguida hizo las maletas. El Titanic la esperaba. El pasaje en primera clase
le costó 27 libras y 14 chelines.
Después
de la colisión con el iceberg, Molly estuvo ayudando a mujeres y niños a entrar
en los botes salvavidas hasta que la obligaron a ocupar un asiento en uno de
ellos. A lo lejos, mientras el barco se hundía, se peleó con el cabo a mando
del bote para que regresara en busca de los que estaban ahogándose. Este, que
temía que los que estaban en el agua pudieran volcar la nave, se negó
rotundamente y Molly sólo pudo insultarlo con palabras que sus acompañantes no
podrían olvidar fácilmente. No descansó en sus improperios hasta que la
rescataron, y ni siquiera entonces, ya que en el mismo Carpathia redactó un
informe de protesta hacia el cabo.
Mientras, fue recogiendo dinero entre los de primera clase. Sabía que muchos
habrían abierto sus cajas fuertes cuando les pidieron que abandonaran sus
camarotes. Ella misma había cogido 500 dólares y el talismán de jade, aunque dejó
un collar valorado en 350.000 dólares. Dio el dinero recaudado a los de tercera
clase a la vez que les servía de interprete con el resto del barco.
Cuando
llegó a Nueva York la gente la recibió como una heroína y ella aprovechó el
momento para organizar la Comisión de supervivientes y recaudar fondos de
ayuda. Al capitán del Carpathia le regaló su talismán. Luego declaró en la
Comisión de Investigación y reiteró sus quejas ante el cabo que, según ella,
pudo haber salvado a otras cuarenta personas como mínimo.
Años más
tarde, al estallar la Primera Guerra Mundial, Molly viajó a Francia y estuvo
ejerciendo de enfermera durante toda la contienda. En 1922 vio morir a Jim, el
hombre que siempre fue su amigo. Ella misma murió en 1932, después de haber
dejado su nombre como ejemplo de mujer fuerte, luchadora, inconformista e independiente.
Sin embargo, siempre prefirió que la llamaran
Maggie.
Pd. Hay
un musical de 1964, dirigido por Charles Walters, llamado The Unsinkable Molly
Brown – Molly Brown siempre a flote, en español -, que cuenta su vida de manera
novelada. Es simpática de ver, con Debbie Reynolds y Harve Presnell de
protagonistas.
Pd.3. Mi
perra lleva su nombre.