domingo, 24 de agosto de 2014

Tribulaciones de una española en España


Después de una semana pintando mi casa cual pintora de brocha gorda profesional – aquí algún miembro de mi familia tendría algo qué decir, jajaja…,- decidí irme a Algeciras el reciente día veintidós para asistir a una cena de antiguos alumnos de mi colegio de la infancia. Durante muchos meses se estuvo hablando de esta cena, de la que ya hablaré en una entrada próxima, pero parecía imposible coordinar a tanta gente, hasta que gracias al esfuerzo de algunas compis se consiguió poner una fecha concreta. Se invitó a la Srta. María Vasallo para homenajearla así que se me ocurrió escribirle unas letrillas que junto a mí, viajaron la misma tarde en tren hasta mi tierra.

Todo fue demasiado rápido: llegada, cena, emoción hasta las tantas, unas horillas de sueño y volver a coger el tren, donde esperaba dormir las tres horas que dura el viaje hasta Antequera. De hecho, es lo que hice nada más salir. En mi vagón solo íbamos tres o cuatro personas.

El viaje normalmente es precioso. El paisaje que recorre me encanta porque atravesamos la serranía de Ronda entre montañas y ríos, algo que no solemos ver en coche, donde las autovías han roto un poco esa plena naturaleza andaluza. Eso sí, hacemos muchas paradas, pero hasta eso tiene cierto encanto ya que los pueblecitos son entrañables. Entre cabezada y cabezada, me llamó la atención una parada que no estaba prevista: Setenil de las Bodegas. Por la ventana vi una estación abandonada, con un edificio antiguo y pequeño que parecía sacado de una película de los años cincuenta. Alrededor nada más que campo, ni una sola casa a muchos kilómetros, nadie a la vista. Parecía la estación fantasma de una novela de Stephen King.

Después de quince minutos donde no teníamos ni idea de que podríamos hacer allí, un revisor viene a decirnos que tenemos que bajarnos porque un autobús vendrá a llevarnos a destino. Ante nuestras preguntas, sus respuestas fueron vagas y apresuradas. Pasajeros de otros vagones comenzaron a acercarse intentando recabar información. Al fin nos enteramos de que otro tren se había quedado parado en un túnel, antes de llegar a Ronda, y el nuestro tenía que socorrer a los pasajeros. Obviamente todos nos bajamos solidarios. La mayoría de nosotros pensábamos que el autobús estaría en pocos minutos llevándonos a casa. Un imprevisto en el camino, pero nadie se quejó ni dijo nada. Eran las seis menos veinte de la tarde y en el exterior habría unos treinta y tantos grados.

Unos cincuenta pasajeros nos encontramos de repente en la estación fantasma frente a un empleado con cara de apuro. Nos dijo que no había agua potable y que el sitio más cercano para comprar algo estaba a diez kilómetros. Abrió la puerta del edificio, una vieja oficina de tamaño ridículo, sin muebles ni bancos donde sentarse. Un solo enchufe por si alguien necesitaba conectar el cargador del móvil. El baño al menos estaba limpio, claro, allí no entraba nadie desde hacía años. Todos nos mirábamos sin saber que decir aunque esperábamos que la espera  solo durara unos pocos minutos.

Decidimos acomodarnos mientras tanto. Algunos buscaron el frescor del edificio pero no cabíamos todos. Los más jóvenes fueron a sentarse en pleno campo; otros donde podían. Solo tres asientos fuera que ocuparon personas mayores, pero el calor era tan intenso que uno no podía estar a pleno sol mucho rato. Yo comencé a pasear, como muchos otros. Menos mal que llevaba un abanico.

Una hora más tarde comenzamos a agobiarnos. Algunos pasajeros tenían que llegar a Granada para coger otro tren a una hora determinada y hablaron con el empleado, que a estas alturas ya estaba de los nervios. Nos dijo que él había dicho claramente a sus compañeros que no podían dejarnos allí, que como tenían que dar marcha atrás nos llevaran de vuelta a Ronda, donde la estación dispone de todas las comodidades que puedan necesitar cincuenta personas en espera de un autobús que tardaba en llegar. Renfe, o Adif, decidió enviar un taxi para aquellos que tenían que coger otro tren. El resto tendríamos que seguir esperando porque, según dijo el empleado ya con ganas de llorar, todos los autobuses con los que contactaba estaban en la playa y no había ninguno disponible para recogernos. Le pedimos que dijera al taxista que nos trajera agua, por favor. A esas alturas la sed se estaba convirtiendo en un problema. El pobre hombre lo hizo enseguida, aunque mientras tanto nos buscó una garrafa – caliente, pero agua al fin y al cabo – y aquel que tenía botellitas vacías las llenó y compartió con todos.

Llegó el taxista con algo de agua fresca. Como a la criatura no se le ocurrió traer vasos, algunos bebieron a morro, otros de sus propias manos. A mí me dio un vaso de plástico alguien que llevaba unos cuantos y que repartió enseguida. Se fue el taxi con unos cuatro o cinco pasajeros y el resto seguimos esperando.

Calor, incomodidad, sed, agobio… A mi alrededor personas mayores, niños y un montón de gente desesperada. De nuevo aquello me parecía una película, esta vez surrealista. Como no había cobertura telefónica, nos movíamos intentando encontrar un sitio donde poder tranquilizar a nuestros familiares, que intuíamos preocupados. También había algunos extranjeros, a los que tratábamos de calmar en un inglés de andar por casa. No creían lo que les estaba pasando. Vaya imagen que les estábamos dando, nosotros, el país del AVE. “Vengan a visitarnos, señores y señoras extranjeros, somos un país moderno y capacitado.”

El autobús llegó a las ocho menos diez más o menos, cuando ya muchos de los nuestros llevaban un buen rato planteándose recogernos a pesar de que el camino hasta allí en coche es bastante complicado y largo. Lo comprobamos cuando nos pusimos al fin en camino entre curvas y montañas.

A las diez llegué por fin a la estación de Antequera, muerta de cansancio, hambre y sed. Aún tuve que esperar unos minutos para poner la reclamación que tenía en mente desde que me soltaron en aquel descampado solitario en medio de la nada. Mañana me devuelven el dinero del billete y cuando mis quejas lleguen adonde tengan que llegar – mejor reír que llorar – los atentos burócratas de Renfe, o Adif, estudiarán una indemnización o cerrarán carpeta y no se molestarán en darnos siquiera una disculpa.

¿Alguien quiere apostar algo?

 

6 comentarios:

  1. madre mía, vaya aventura. muchos ingenieros trabajando en las empresas de transporte en este caso, que lucen su alto cargo en su perfil de facebook o de linkedin, para que luego todo sea un desbarajuste. lo único positivo que has sacado de todo esto ha sido escribir este relato, que está estupendamente escrito y me lo he ido imaginando todo a medida que lo leía.
    besos, merchi!!

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    1. Gracias, Chema. Yo también me acordé de esos ejecutivos que mencionas, por eso aquello de "la España del AVE", pero nos sentimos en plenos años 50, jajajaja...

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  2. La verdad es que suena a película y como tal, no estaría mal, pero como experiencia real... en fin... dejan bastante que desear ciertos servicios. No es por ser agorera pero creoq ue si te devuelven el dinero del billete, puedes dar gracias... eso sí, la reclamación que no falte, al menos poder "disfrutar" el derecho al pataleo

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    1. Hoy me han devuelto el dinero del billete, Geno. Espero que el resto de mis compañeros haya reclamado también para que al menos la próxima vez que ocurra algo así se lo piensen bien y dejen a los pasajeros en una estación en condiciones. Es lo único que yo intento criticar ;)

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    2. Al menos algo has recuperado, me alegro. Sí, que un problema puede surgir en cualquier momento pero que no dejen al cliente en tierra de nadie

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  3. Nada menos que en Setenil...!! Vamos, que os dejaron tirados en medio de la sierra, allí donde ni Buñuel quiso llegar... ainsssss...

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