Cada año, parecía que el sorteo de loteria anunciaba
el pistoletazo de salida a la Navidad. Hasta ese momento, intuíamos que ya
llegaba por algunos escaparates del centro, claro. También la iglesia del
barrio preparaba desde hacía un tiempo el belén que cada día íbamos a ver para
comentar los avances con ilusión. Nos parecía gigante y trabajoso, por eso
entendíamos que los autores tardaran tanto en hacerlo a pesar de nuestra
impaciencia. Y luego estaban los villancicos que ensayábamos en el colegio,
hasta que el último día, cuando proclamaban las vacaciones para gozo de todos,
cantábamos el recital completo con tanto afán que terminábamos poniéndonos
roncos.
Todo esto era el anticipo, claro. Lo bueno empezaba
con la lotería. Me despertaba el canto de los niños de San Ildefonso entonando
números y pesetas en la radio. Mi madre me permitía desayunar turrón de
chocolate Suchard ese día, manjar divino que mi paladar esperaba con la misma
intensidad que a Los Reyes Magos. Luego, sin nada que hacer más que estirar las
horas en lo que yo quisiera, salía en busca de mis amigos.
Algunas viviendas abiertas del portal dejaban salir
una mezcla de olores que te golpeaba la nariz: almendras, canela, miel,
chocolate caliente… Algunas madres aprovechaban la mañana para confeccionar
dulces tradicionales que luego nos darían a probar a todo el bloque, entre
risas, los mayores acompañándolos con copas de anís o coñac mientras hablaban
de esa lotería que nunca tocaba. “¡Pero
tenemos salud y eso es lo importante!, se dirían unos a otros entre brindis y
brindis, riendo y saboreando esas pastas que se deshacían en la boca.
Pero antes, mientras los dulces se freían en aceite
de oliva hirviendo, cuando los niños de San Ildefonso todavía eran los
protagonistas del sonido de cada casa, nosotros, los niños que no repartíamos
dinero, salíamos a la calle a jugar. No había luces navideñas adornando las
calles, tan solo algunos escaparates lucían algún efecto navideño, en especial
el de la tienda que vendía juguetes y que para entonces aparecía desbordado de
todas esas maravillas que esperábamos conseguir la noche de Reyes. Aún así, a
pesar de que la calle parecía igual que siempre, había un ambiente festivo y
alegre en la gente que pasaba, en los niños que correteaban de un lado a otro o
en los vendedores ambulantes, que sonreían si alguno de nosotros cantaba un
villancico improvisado de repente. Sí, los niños captábamos que los mayores
parecían más felices, seguramente porque la fecha les hacía volver a su
infancia.
Desde la iglesia nos llegaban las voces del coro
juvenil que ensayaba para la Misa del Gallo. Nos sabíamos todas las canciones,
las llevábamos escuchando toda la vida. La noche del 24, cuando dieran las doce,
algunos de nosotros iríamos con nuestros padres a la misa donde por fin pondrían
al Niño Jesús en el pesebre. Y al cabo de los años muchos también terminaríamos
participando en aquel coro que era más una pandilla que un grupo musical. Por
el momento, preferíamos disfrutar en la calle y sobre todo soñar con aquellos
regalos que esperábamos para el 6 de enero.
Los nervios crecían a medida que el sorteo de
Navidad iba acabando. La mayoría de la gente se daba cuenta de que ese año
tampoco cambiaría su suerte económica así que había que seguir con la vida. El
almuerzo esperaba, los niños subíamos cada uno a nuestra casa con alegría. Daba
igual que la comida de ese día no nos gustara ya que después nos daríamos un
festín de pasteles. La Navidad era maravillosa; teníamos vacaciones, todo el
azúcar del mundo y muchas esperanzas para el día de Reyes. ¿Qué nos importaba a
nosotros la lotería si no fuera porque con ella comenzaba la fiesta más bonita
del año?
FELIZ NAVIDAD A TODOS