Mostrando entradas con la etiqueta RECUERDOS. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta RECUERDOS. Mostrar todas las entradas

domingo, 19 de noviembre de 2017

El muñeco de nieve


Creo que he comentado alguna vez que cuando era pequeña tenía un cuento favorito que leía una y otra vez.
 
 

 Imagino que conocéis esta historia: los niños del barrio hacen un muñeco de nieve, lo visten y le ponen un nombre. Durante el invierno, lo incluyen en sus juegos. Y lo miman tanto que el muñeco cobra vida. Es tan feliz con sus amigos que cree que siempre estará con ellos. Pero desgraciadamente los días van pasando y el invierno llega a su fin. Los niños descubren un día que el muñeco ya no existe y que, en su lugar, sólo queda un charquito de agua que contiene una gran zanahoria, unos guantes viejos y una bufanda deshilachada.
 
 

Ignoro por qué me gustaba tanto aquella historia. Tal vez porque yo nunca había visto la nieve. Quizás porque me conmovía la personalidad del personaje, que era todo ternura. O puede que fuera porque insistía en inventarme un final más feliz en cada lectura, como si así pudiera perpetuar la vida del protagonista.
 
 

El caso es que la figura del muñeco de nieve es mi preferida para adornar la Navidad, confieso que me resulta muy entrañable. A veces también los dibujo, aunque son copias y no creaciones mías. Me encanta colorearlos.
 
 

Por cierto, después de probar una gran variedad de marcas de rotuladores, no tengo duda alguna de que la mejor, con diferencia, es la Sharpie. La última que he comprado, hace unos días, ha sido Faber-Castell y sinceramente me parece horrible. Claro que después de usar un Sharpie es difícil conseguir tan buen resultado con otra. Es una pena que no la vendan en España, aunque en Amazon se puede conseguir a buen precio.
 
 

Y sí, en mi imaginación el muñeco de nieve se encontró con un amigo y se fueron juntos al Polo Norte. Allí viven felices desde entonces.

 

lunes, 13 de marzo de 2017

Pájaros

Siempre he sentido una gran fascinación por las aves. Me encanta observar el colorido que desprenden  sus cuerpos aerodinámicos y esa sensación de libertad que deja a los que no podemos despegar los pies del suelo.







Hace muchos años, cuando vivía sola, un vecino que me conocía de toda la vida me regaló un canario. No tuve valor para decirle que detesto ver a los pájaros encerrados, así que se lo agradecí y me lo llevé a casa. Era una bolita amarilla adorable. Lo llamé Chaplin.




Le había comprado una jaula enorme, tal vez desproporcionada para su diminuto tamaño, y como pasaba muchas horas fuera de casa por el trabajo, me sentía culpable por dejarlo tanto tiempo solo. Por eso lo sacaba de su casita para que volase y se sintiera libre.
 Nunca lo intentó siquiera. Se limitaba a quedarse sobre mi mano, mirando alrededor y picoteando de vez en cuando algún grano que le ofrecía. Tampoco cantó jamás.




Un día, cuando volví a casa al atardecer, lo encontré muerto. Después de pensarlo mucho, lo enterré en un lugar de Algeciras donde mi colegio organizaba excursiones que para mí significaron horas de libertad maravillosas.
 Frente al mar sobre el que volaban miles de aves cada día. Dejé allí su cuerpo, pero me dio por pensar que su alma se lanzaba por fin a la aventura.






Desde entonces me limito a verlas en su hábitat natural y a fotografiarlas. Cuando me dejan, claro.

domingo, 25 de mayo de 2014

¿Tú conoces al Piyayo?


Hoy he estado paseando por El Palo, ese barrio malagueño cuya playa y sus numerosos restaurantes de pescadito frito son visita obligada si vas por allí. Entre las muchas voces que mis oídos iban captando,  me ha llegado una que de repente ha mencionado un nombre, consiguiendo transportarme al pasado. Porque hacía muchos, muchos años que no me acordaba del Piyayo. En realidad es más que un nombre. Fue un poema muy entrañable en mi infancia. ¿Quién de mi generación no tiene bien aprendido en su cerebro aquello de “¿Tú conoces al Piyayo?, un viejecillo renegro, reseco y chicuelo…?"

Lo escribió José Carlos de Luna, un poeta malagueño que con sus obras paseó el andalucismo por toda España. Escribió siempre sobre costumbres y personajes significativos de su época –nació en 1890 y murió en 1965. Le gustaba el humor y lo dejaba entrever tanto en sus poemas como en los artículos que firmaba en diferentes periódicos nacionales. Sin duda su oda más conocida es El Piyayo, con el que quiso retratar a un paisano muy conocido en la ciudad.
 
 

Este “viejecillo renegro, reseco y chicuelo…” fue en realidad Rafael Flores Nieto, un gitano que nació en Málaga en 1864, en el famoso barrio de El Perchel. La gente lo conocía por El Piyayo cuando iba cantando y tocando la guitarra por las calles, vendiendo alguna que otra cosilla y haciendo amistad con todos. Dicen que las canciones que interpretaba eran suyas, las llamó Cantes del Piyayo. En realidad eran una mezcla de tango y guajira, algo que junto al contenido de estas sugiere que estuvo encarcelado en Cuba durante la guerra. Son muchas las anécdotas que se cuentan de él, aunque lo más significativo sin duda fue el hermoso recuerdo que la gente ha guardado siempre de su persona. Murió en 1940 y desde entonces los malagueños lo han tenido en cuenta en muchas ocasiones. No solo José Carlos de Luna escribió sobre él, también hay una película de 1956 que trata sobre su vida y el ayuntamiento le ha hecho distintos homenajes. Con su nombre hay un restaurante, una peña flamenca y unos premios culturales, amén de otros actos dedicados al flamenco.








 


Por si esto fuera poco, el poema de José Carlos de Luna está considerado como uno de los más recitados en lengua castellana.

Aunque lo podéis encontrar en muchos sitios por la red, os lo dejo aquí por si os interesa leerlo y - esto solo algunos- regresar a la EGB.

 
EL PIYAYO

¿Tú conoces al Piyayo,
un viejecillo renegro, reseco y chicuelo,
la mirada de gallo,
pendenciero
y hocico de raposo
tiñoso. . . ,
que pide limosna por "tangos"
y maldice cantando "fandangos"
gangosos...?


¡A chufla lo toma la gente,
y a mí me da pena
y me causa un respeto imponente!


Ata a su cuerpo una guitarra,
que chilla como una corneja,
y zumba como una chicharra
y tiene arrumacos de vieja
pelleja.
Yo le he visto cantando,
babeando
de rabia y de vino,
bailando
con saltos felinos,
tocando, a zarpazos,
los acordes de un viejo "tangazo".


Y el endeble Piyayo jadea,
y suda... y renquea.
Y a sus contorsiones de ardilla
hace son la sucia calderilla.


¡A chufla lo toma la gente!
A mi me da pena
y me causa un respeto imponente.


Es su extraño arte
su cepo y su cruz,
su vida y su luz,
su tabaco y su aguardientillo...,
y su pan y el de sus nietecillos:
"churumbeles" con greñas de alambre
y panzas de sapo,
que aúllan de hambre,
tiritando bajo los harapos;
sin madre que lave su roña,
sin padre que "afane",
porque pena una muerte en Santoña;
sin mas sombra que la de su abuelo...
¡Poca sombra porque es tan chicuelo!


En El Altozano
tiene un cuchitril
-¡y a las vigas alcanza la mano!-
y por lumbre y por luz un candil.


Vacía las alforjas
-que son sus bolsillos-.
Bostezando, los siete chiquillos
se agrupan riendo.
Y entre carantoñas les va repartiendo
pan y pescao frito,
con la parsimonia de un antiguo rito:


-¡Chavales!
¡Pan de flor de harina!...
Mascarlo despasio.
Mejó no se come en palasio.
Y este pescaito ¿no es ná?
¡Sacao uno a uno del fondo der má!
¡Gloria pura é!


Así... despasito,
muy remascaito.
¡No llores, Manuela!
Tú no pués, porque no tienes muelas.
¡Es tan chiquitita
mi niña bonita!...


Así despasito,
Muy remascaíto,
migaja a migaja -que dure-,
le van dando fin
a los cinco reales que costó el festín.


Luego, entre guiñapos, durmiendo,
por matar el frío, muy apiñaditos,
la Virgen María contempla al Piyayo
riendo.


Y hay un ángel rubio que besa la frente
de cada gitano chiquito.


¡A chufla lo toma la gente!...
¡A mí me da pena
y me causa un respeto imponente!





Entrañable, al menos para mí.


 

sábado, 1 de marzo de 2014

En su casa para siempre


No tengo conciencia de cuando comencé a relacionar a Paco de Lucía y Algeciras, a Algeciras y Paco de Lucía. Tal vez dentro de las entrañas de mi madre yo ya conocía esos nombres. Mi padre, sevillano de nacimiento, recaló en la capital del Campo de Gibraltar a principios de los años cincuenta. Iba destinado como policía- policía armada en aquel entonces- a ese lugar perdido de la mano de Dios donde a cada funcionario se le daba un plus como compensación por la mala conexión y peores comunicaciones. Algeciras tenía un buen puerto, pero las carreteras a cualquier lado eran pésimas y un viaje en tren a Madrid duraba unas doce horas. Mi padre llegó dispuesto a estar el tiempo necesario hasta nuevo destino, pero nada más aterrizar se encontró una ciudad ideal para su forma de ser: alegre, abierta, entusiasta de la vida… Se enamoró de ella al mismo tiempo que de mi madre y de esa gente que enseguida comenzó a tratarlo como si hubiese nacido allí. En cuestión de nada, mi padre se metió en vena la bahía y ya no quiso que saliera de su alma.

Esa década de los cincuenta fueron años de tertulias masculinas donde el vino y el flamenco formaban pareja hasta altas horas de la noche. Como buen flamencólogo, mi padre se codeó con aquellas figuras interpretativas que animaban cada taberna, fiesta popular o reunión privada. Y así fue como conoció a Paquito Sánchez, ese niño que acompañado por su padre y sus hermanos, movía los dedos como si un ángel lo estuviera guiando. Puedo imaginar los OLE que arrancaba con sus acordes conmovedores e imposibles. Paco, el hijo de Lucía la portuguesa, no sabía tocar la guitarra bien, es que era un genio con mayúsculas. Y entre todos aquellos algecireños que pudieron contemplar los comienzos de un monstruo, mi padre aplaudió a rabiar y se hizo incondicional de él hasta su muerte.
Pepe de Algeciras, hermano de Paco y padre de la cantante Malú,  cantando mientras su hermano Ramón toca la guitarra. Detrás de ellos, a la derecha, mi padre.

Grupo de amigos arropando al guitarrista, el tercero de pie desde la izquierda. Mi padre es el segundo por la derecha.
 

Paco se marchó pronto a llevar su arte por el mundo, cualquier sitio se le haría pequeño a alguien que por derecho tiene que ser universal. Pero siempre llevó a Algeciras en su corazón y habló de ella como él sabía, sin palabras, desgarrando su guitarra hasta hacernos ver lo que sus ojos soñaban mientras componía esas melodías que viajaban con el aire de levante hasta posarse sobre su pueblo y quedarse ahí por toda la eternidad. Paco no pudo estar en su Rinconcillo tanto como quisiera, pero nunca olvidó a sus amigos de siempre, esos que se alegraban de sus éxitos en la distancia. Cuando volvía, ya fuera para pasear por las calles que lo vieron crecer, o para ser homenajeado por sus compatriotas, Paco seguía sintiéndose algecireño.
 
Ahora ya está descansando en el cementerio viejo, muy cerca del Rinconcillo, esa su playa querida cuyas olas seguramente bailarán para él. Muy cerca, mi padre reposa también mirando al mar. Seguramente su espíritu saldrá por la noche, junto con el de otros muchos, para rogar a Paco que toque algo. Mientras la luna y las estrellas suspiran expectantes, del cielo bajará una nube en forma de guitarra y Paco, con su humilde sonrisa, tocará para deleitarlos a todos una y otra vez.

NOTA: La primera foto la he sacado del libro PACO DE LUCÍA Y FAMILIA, EL PLAN MAESTRO de D.E. Pohren. En el año 1994, un conocido librero algecireño nos avisó a mis hermanas y a mí de que habían sacado una biografía del guitarrista y que en él había una fotografía donde aparecía mi padre. La número dos es de mi colección particular.

viernes, 17 de enero de 2014

Lo que nunca se pierde.


Si hay algo que una aprende con los años es que la infancia es algo que te acompaña mientras vivas. Ya puedes haber tenido miles de experiencias, cambiando tu entorno con nuevas personas, o crearte una vida totalmente diferente; esa personita que un día fuiste acaba volviendo de vez en cuando para recordarte quien eres en realidad. Parece mentira que unos cuantos años puedan marcarte tanto pero es así.
 

Estos días estoy encontrando a mucha gente que estuvo conmigo durante aquellos años de infancia gracias al Facebook. Son personas que llevo muchos años sin ver, casi olvidadas ya por mis retinas, pero que al reencontrarlas han vuelto a ocupar un lugar en ese corazoncito donde todavía reina una niña que iba al colegio con un par de trenzas.

Compartieron conmigo tantas horas al día, tantos días al año, tantos años al fin…, que aunque ahora creo que son pocos, entonces me parecieron muchos e interminables, no por ellas, sino por las clases, los deberes diarios, los profesores que no nos dejaban en paz…

Ellas, esas personas, fueron mis compañeros de andadura en un camino lleno de rutinas que el destino nos hacía recorrer un día y otro. Compartíamos juegos y risas, lápices o chucherías. También nos intercambiábamos los nervios ante un examen o las miradas cómplices cuando un profesor tenía un mal día. A veces nos peleábamos por cosas que ya no recuerdo y minutos más tarde hacíamos las paces en el pasillo, donde nos castigaban por habernos portado mal. Conocíamos lo verdaderamente importante de cada uno, como su color preferido, el cantante que ocupaba una pared de su cuarto en forma de poster o la marca de chicles que solía llevar en la cartera. Lo demás, quienes eran sus padres y a que se dedicaban,  el número de hermanos con los que tenían que compartir el baño y la calidad de sus ropas, carecían de valor. Solo interesaba el conjunto que formábamos, respirando juntos en un espacio que hacíamos nuestro.


Fuimos creciendo mientras encontramos atajos en el camino; lógicamente cada uno fue por un lado en busca de otros destinos que esperaban por nosotros. Unos se quedaron cerca, observando los cambios de los otros en el día a día, alegrándose por sus triunfos o lamentando las penalidades. Otros se alejaron tanto que olvidaron el sendero inicial, perdiendo de vista cualquier rastro y haciendo que el resto no supiera de ellos. Pero todos conservamos esos recuerdos de una época donde aprendimos a vivir. Y eso es lo que todavía nos une.

Gracias a todos y todas por devolverme mi niñez.



 

sábado, 21 de diciembre de 2013

El comienzo de la Navidad



Cada año, parecía que el sorteo de loteria anunciaba el pistoletazo de salida a la Navidad. Hasta ese momento, intuíamos que ya llegaba por algunos escaparates del centro, claro. También la iglesia del barrio preparaba desde hacía un tiempo el belén que cada día íbamos a ver para comentar los avances con ilusión. Nos parecía gigante y trabajoso, por eso entendíamos que los autores tardaran tanto en hacerlo a pesar de nuestra impaciencia. Y luego estaban los villancicos que ensayábamos en el colegio, hasta que el último día, cuando proclamaban las vacaciones para gozo de todos, cantábamos el recital completo con tanto afán que terminábamos poniéndonos roncos.

Todo esto era el anticipo, claro. Lo bueno empezaba con la lotería. Me despertaba el canto de los niños de San Ildefonso entonando números y pesetas en la radio. Mi madre me permitía desayunar turrón de chocolate Suchard ese día, manjar divino que mi paladar esperaba con la misma intensidad que a Los Reyes Magos. Luego, sin nada que hacer más que estirar las horas en lo que yo quisiera, salía en busca de mis amigos.


Algunas viviendas abiertas del portal dejaban salir una mezcla de olores que te golpeaba la nariz: almendras, canela, miel, chocolate caliente… Algunas madres aprovechaban la mañana para confeccionar dulces tradicionales que luego nos darían a probar a todo el bloque, entre risas, los mayores acompañándolos con copas de anís o coñac mientras hablaban de esa lotería que nunca tocaba.  “¡Pero tenemos salud y eso es lo importante!, se dirían unos a otros entre brindis y brindis, riendo y saboreando esas pastas que se deshacían en la boca. 



Pero antes, mientras los dulces se freían en aceite de oliva hirviendo, cuando los niños de San Ildefonso todavía eran los protagonistas del sonido de cada casa, nosotros, los niños que no repartíamos dinero, salíamos a la calle a jugar. No había luces navideñas adornando las calles, tan solo algunos escaparates lucían algún efecto navideño, en especial el de la tienda que vendía juguetes y que para entonces aparecía desbordado de todas esas maravillas que esperábamos conseguir la noche de Reyes. Aún así, a pesar de que la calle parecía igual que siempre, había un ambiente festivo y alegre en la gente que pasaba, en los niños que correteaban de un lado a otro o en los vendedores ambulantes, que sonreían si alguno de nosotros cantaba un villancico improvisado de repente. Sí, los niños captábamos que los mayores parecían más felices, seguramente porque la fecha les hacía volver a su infancia.

 Desde la iglesia nos llegaban las voces del coro juvenil que ensayaba para la Misa del Gallo. Nos sabíamos todas las canciones, las llevábamos escuchando toda la vida. La noche del 24, cuando dieran las doce, algunos de nosotros iríamos con nuestros padres a la misa donde por fin pondrían al Niño Jesús en el pesebre. Y al cabo de los años muchos también terminaríamos participando en aquel coro que era más una pandilla que un grupo musical. Por el momento, preferíamos disfrutar en la calle y sobre todo soñar con aquellos regalos que esperábamos para el 6 de enero.  


 

Los nervios crecían a medida que el sorteo de Navidad iba acabando. La mayoría de la gente se daba cuenta de que ese año tampoco cambiaría su suerte económica así que había que seguir con la vida. El almuerzo esperaba, los niños subíamos cada uno a nuestra casa con alegría. Daba igual que la comida de ese día no nos gustara ya que después nos daríamos un festín de pasteles. La Navidad era maravillosa; teníamos vacaciones, todo el azúcar del mundo y muchas esperanzas para el día de Reyes. ¿Qué nos importaba a nosotros la lotería si no fuera porque con ella comenzaba la fiesta más bonita del año?


 

FELIZ NAVIDAD A TODOS

miércoles, 28 de agosto de 2013

Y seguimos trasteando por los rincones





Sigo encontrando cosillas que hace años  no veía, esta vez mientras buscaba unas fotos que me había pedido una de mis hermanas. No es que tenga tantas reliquias como para fundar un museo familiar, pero lo poco que conservo está guardado por aquí o por allá y claro, es inevitable que a la caza de algo en especial aparezca otra cosa que no me esperaba. Así, esta mañana, tuve varias sorpresas muy agradables y emotivas para mí.
 

 
Cuando mis hermanas estudiaban en Madrid, solían enviarme postales a menudo. Me gustaban tanto que incluso jugaba con ellas como si fueran mariquitinas. Hoy he encontrado estas:
 
 

 
 
 

Y también esta que enviaron a mi madre:

 

Yo no era de comprar postales y si de hacerlas:


 

Entre todo esto he encontrado también este librito que nos tuvimos que aprender para hacer la Primer Comunión:

 

Pero lo más curioso de todo es que dentro de sus páginas ha aparecido esto sin que yo tuviera idea de haber conservado algo así:


 

¡Es que me pasaba el día comiendo chicles de esos!

lunes, 12 de agosto de 2013

Las cosas que una encuentra


A veces cuando una está buscando algo en especial –un libro, una foto, un título- se encuentra con cosas que al final te hacen olvidar lo anterior para sumergirte en un mundo de recuerdos. Es lo que me ha pasado esta mañana. Rebuscaba en el altillo de uno de los armarios cuando he dado con estos pequeños tesoros que me han hecho sonreír. ¡Cuántas horas habré pasado con ellos en determinadas épocas de mi vida!

 
Probablemente este no fue de los primeros cuentos que tuve- recuerdo otros que deben andar por ahí- pero si es de los más antiguos que conservo.




Dentro vienen unas diez historias, casi todas los típicos clásicos que se cuentan a los niños desde pequeños. Estas dos eran las que más me gustaban.






Recuerdo como si fuera ayer este Aladino que me trajeron los reyes magos. Me encantaban los dibujos, me parecían de lo más exóticos y me pasaba horas mirándolos.



 

Y cuando ya me conocía la historia de Heidi por aquella serie animada que casa sábado después de comer nos brindaba la televisión pública, los reyes volvieron a alegrarme el día con este regreso del personaje de Juana Spyri.



Tal vez fue la primera vez que estampé mi nombre en el interior de un libro, no puedo asegurarlo. Luego se convirtió en una costumbre que sigue hasta el momento actual. Claro que ya no pongo la edad, pero si la fecha.


 

Ay, mi colección de Don Miki. Cada semana contaba las pesetas que había ido reuniendo para comprarlos como si del recuento dependiera mi vida. Lo devoraba en pocos minutos, pero poco me importaba pues lo leía una y otra vez hasta aprendérmelo de memoria. Todavía si les echo una ojeada puedo recordar cada aventura.


 

Y cuando andaba por los quince años me dio por Mafalda. Decoré mi vida con ella: carteras, cuadernos, camisetas… Muchos años más tarde me regalaron un tomo enorme que contenía todas las tiras de Quino, pero no quise desprenderme de estos comics que me habían acompañado durante tanto tiempo.

 

Si he encontrado estas cosillas por casualidad es porque me encantaba enseñárselas a mis hijos y por eso están ahí, no demasiado escondidas. Me satisface pensar que ellos también los han disfrutado en su niñez y que yo, al compartirlos con ellos, volví a vivirlos con la nostalgia enchufada y un cariño entrañable a su olor a viejo y a sus páginas gastadas.

Y como dije al principio, ahora he olvidado el origen de la búsqueda.

 

 

miércoles, 29 de mayo de 2013

Abriendo la caja de galletas


A veces una se encuentra con fotos así.
 
 

No recuerdo ese día. Mi hermana Mª José, con coletas, sonríe a la cámara mostrando una mella. Yo estoy menos sonriente, aunque parezco relajada. Imagino que el fotógrafo nos estaría hablando. “Mirad al pajarito”, se solía decir en aquellos tiempos, nada que ver con el tan famoso “cheeeeeseeee” de ahora. Y aunque ya habíamos aprendido que no había ningún pajarito que saliera de repente por arte de magia, también sabíamos que había que sonreír y quedarse un ratito inamovible, atentas a aquel click con el que terminaría la forzada quietud tan odiada por cualquier niño.

La foto está hecha en el Colegio Virgen del Mar, donde mis hermanas solo estuvieron un par de cursos pero donde yo hice toda la EGB. En ella se puede apreciar el típico decorado que los fotógrafos colocaban entonces: un panel dibujado de una ventana con vistas a una fuente y un jarrón lleno de flores. Estamos sentadas a una mesa, supongo que la del director del colegio, donde aparte del soporte para plumas y el consabido libro de todos los retratos escolares de la época, me llama la atención ese teléfono que durante tantos años acompañó nuestras casas. Ambas llevamos los jerséis que mi madre solía hacernos a las tres –mi hermana Macarena no aparece porque al ser mayor se ganaría una fotografía solo para ella, supongo- y esas bolitas doradas que desde nuestro nacimiento, hasta muchos años después, estuvieron siempre en nuestras orejas.

Esta fotografía, guardada en mi vieja caja de galletas, me hace pensar algo muy curioso. Porque a pesar de que recuerdo esas caritas angelicales que aparecen en ella, -recuerdos de mi niñez que siempre permanecerán dentro de mí- ahora, con el paso de los años, también veo en ella a otras personas, hijos y sobrinos que entonces no existían y que años más tarde han copiado nuestros rasgos, al igual que harán sus descendientes, perpetuando ojos, cabellos, pómulos, sonrisas… Cosas de la vida.

martes, 2 de abril de 2013

Cosas de mi tierra


Hace un tiempo, pasando unos días en Algeciras, decidí salir a pasear y tomar fotos de calles, edificios o lugares que me traían recuerdos de la niñez. Estuve toda una mañana dando vueltas y para mi sorpresa, encontré cosas en las que nunca antes había reparado. Me hubiera gustado haberme fijado antes en esos pequeños detalles con los que tropezaba, me hubieran venido muy bien para algunos de mis relatos, pero tengo que confesar que en aquella época mis musas literarias me empujaban a escribir sobre otras cosas y no reparé en lo que ahora tanto valoro.

Este patio de vecinos es un tesoro que todavía se mantiene en pie. Se llama El patio del Siglo XX por una famosa tienda del mismo nombre en una calle muy céntrica llamada Calle Tarifa. Tiene muchos años y ya no quedan muchos vecinos, pero tuve la suerte de poder hablar con una familia que ha vivido allí toda su vida. Durante un buen rato estuvieron explicándome la historia del patio y nombrándome cada personaje que habitó en sus casas, recordando cientos de anécdotas entrañables que llenarían un libro. Curiosamente ni se molestaron en preguntarme quien era yo y por qué tenía tanto interés en saber de sus vidas, lo que me hizo maravillarme, una vez más, de la amabilidad de la gente de mi tierra.
 
 
 

 
 
 
Estos carteles de publicidad antigua los encontré en una tienda de toda la vida llamada Mi tienda, un comercio muy popular donde siempre iba con mi madre a comprar botones, cordones de zapatos o alguna crema. A día de hoy todavía conserva el mismo aspecto, con sus mostradores de madera y el mismo dueño, un hombre muy simpático que me hizo pasar para recordar viejos tiempos y de paso contarme la historia de la tienda. Al parecer su abuelo, oriundo de Tarifa, la ganó a las cartas a principios del siglo pasado. 25.000 ptas. era el precio que se jugaron.
 
 
 
 
 

Este precioso callejón me trae un recuerdo en particular.
 
 
Es el Callejón Tte. García, en pleno centro. Si os fijáis, justo encima de la puerta hay un balcón acristalado. Pues bien, a la izquierda, cuando yo tenía unos dieciséis años, montaron un bar o pub con mesas fuera que nos encantaba a mí y a mis amigos. Nos pasábamos horas allí en las tardes-noches de verano, tomando refrescos sin dejar de charlar hasta que nuestros escasos fondos nos obligaban a tener que levantarnos para irnos al Paseo Marítimo, que era gratis. Uno de esos días que disfrutábamos de la terracita, uno de mis amigos vio una rata en el balcón. Ignoro si vivía alguien por entonces en aquella casa. Mi amigo dijo:

-          Mirad como nos está mirando la rata.
 
 

Y en efecto, el animal parecía mirarnos como si estuviera tratando de evaluarnos. Como no me gustan nada las ratas – las odio, las temo, me repugnan- me levanté de golpe tirando la silla donde estaba sentada. Supongo que el ruido y el movimiento hicieron que la rata se asustara también. Lo último que recuerdo es que la vi saltar hacia adelante, hacia donde estábamos nosotros, mientras yo corría hacia mi casa como una loca. Varios kilómetros sin mirar atrás, imaginando que la rata venía tras de mí. Casi me da un patatus, pero lo peor fue el cachondeo de mis amigos durante el resto del verano.

Estas placas están en la Iglesia de la Palma, en plena Plaza Alta, iglesia donde se casaron mis padres, me casé yo y se bautizaron mis hijos.
 
 
 
 
 

La Alicantina es una confitería donde siempre iba a comprar golosinas. ¡Tenía unas chucherías maravillosas para una niña! Pero incluso de mayor, cuando trabajaba en una calle cercana, me tentaba con sus olores y yo no tenía más remedio que entrar a deleitarme con algún pastel, helado, fruto seco o con un regaliz bien gordo cuyo nombre no recuerdo.
 
 

Y termino con esta fotografía que me llena de ternura.
 
 
Porque estuve cientos de veces en esa tintorería que ya no existe. Si cierro los ojos puedo sentir el olor a ropa limpia y los vapores que desprendían aquellas maquinas que hacían mucho ruido. Era el sitio ideal para llevar los trajes de gitana después de la feria y las chaquetas de invierno cuando llegaba la primavera. Como veis, el local es ahora otra víctima del paso del tiempo.