Llevábamos un
tiempo pensando en adoptar un perro. Mi marido, que en su niñez había vivido en
el campo, contaba anécdotas entrañables sobre los muchos perros que pasaron por
sus manos y pensaba que los niños aprenderían mucho de humanidad conviviendo
con uno de esos peluditos que terminan convirtiéndose en algo especial en cada
familia. Mi hijo, quien ya por entonces apuntaba maneras de veterinario-
enamorándose de todo animal con el que se cruzara- se unía a la hermana para
suplicarnos traer un perro a casa, prometiendo cuidarlo y sacarlo a pasear
cuando fuera necesario. Por entonces eran dos críos y a mí me hacía gracia ver
la insistencia que ponían, anteponiendo esto a cualquier otro regalo que
pudieran desear, buscándole nombre y ubicándole un lugar para dormir mucho
antes de que el padre y yo decidiéramos nada.
Yo no lo tenía
muy claro. De niña nunca tuve perro. Mi madre jamás lo permitió pues su trabajo
le hacía pasar muchas horas fuera de casa y bastante tenía con preocuparse por
mí, que era la pequeña. La única mascota que conseguí fue un pollito que me
regaló alguien en un cumpleaños y al que durante semanas llevé metido en una
caja de zapatos a todas partes, dándole de comer y arropándolo con una mantita
a la hora de dormir. El pollito, amarillo y gordito, se escapó de la caja en
cuanto creció un poco y comenzó a llenar la casa de sus porquerías
fisiológicas, cosa que mi madre no estaba dispuesta a permitir, por lo que me
dijo que sería mejor regalarlo a una señora que tenía un patio con gallinas,
donde sería feliz comiendo grano y viviendo con sus semejantes. Lo llevamos en
su caja y me despedí de él sin demasiado apego.
Yo tendría unos
veinte años y ya vivía sola cuando la amiga de una amiga me ofreció un cachorro
de pastor alemán de la camada de su perra. Me animé y lo acepté, entre otras cosas porque
era difícil resistirse al encanto de aquella cosita tan preciosa. Hasta el momento
en que lo llevé a mi pequeño piso, Dudo –le llamé así como homenaje a un
personaje de la serie Fraggle Rock- había vivido seis meses con su madre y sus
hermanos en un chalet con jardín donde podía correr como el loco juguetón que
era. Meterlo en aquel espacio reducido no le gustó demasiado y pasó la primera
noche llorando, sin duda echando de menos su ambiente y familia, sin que
pudiera consolarlo. Lo peor fue que al día siguiente yo tuve que irme al
trabajo a las ocho de la mañana y no regresé hasta cerca de las seis de la
tarde. A pesar de haberle dejado comida y agua en abundancia, durante toda la
jornada estuve lamentándome por el pobre animal, sintiéndome como una
secuestradora que lo había arrancado de su hábitat feliz para llevarlo a una
prisión. Al llegar a casa y ver la carita de pena que me esperaba en un rincón
de la cocina, lo devolví a su dueña enseguida. Dudo se revolcó en el césped,
lamió a la madre y no dejó de mover el rabito mientras sus hermanos se le
abalanzaban para jugar. Ni siquiera miró en mi dirección mientras me alejaba,
seguramente aliviado porque no volviera a llevármelo.
Aquello me
había marcado un poco y pasados los años aún pensaba en ello. Sin embargo ahí
estaba, dándole vueltas a la idea de hacernos con un perro que completara la
familia. Parecía que cada día estábamos más decididos y ahora barajábamos la
raza, el lugar donde iríamos a buscarlo o comprarlo, etc...
En nuestra
calle, frente a nuestro piso, había una tienda de animales donde mis hijos se
paraban cada tarde, a la salida del colegio, a mirar por el escaparate. A veces
entraban sin que yo pudiera evitarlo y pasaban lo que a mí se me antojaban
horas contemplando perritos, gatitos, conejos, ratones, tortugas y todo un
festival de animales que los volvían locos. Una tarde de Octubre del año 2003 en
la que ellos habían salido con el padre, decidí esperarlos en la calle. En el
escaparate de la tienda había tres cachorritos que jugaban entre ellos, tan
encantadores que estuve sonriendo todo el tiempo. De los tres, uno de ellos era
marrón chocolate oscuro, algo que me hizo gracia porque yo llevaba un jersey
del mismo color. Fue una especie de flechazo. Sin pensarlo entré en la tienda y
hablé con el dueño, que me dijo que la marrón era “una niña”, un perro de aguas
de una variedad que llaman “turco”, original de Ubrique. “Encima eres gaditana,
como yo”, recuerdo que pensé mirándola y entonces la cogí en brazos y ella me
lamió la mano y se me acurrucó de manera que su cuerpecito marrón se perdió en
mi jersey.
No recuerdo
cuanto nos pidieron por ella, es algo que pasó a segundo plano en cuanto la
tuvimos en casa, cosa que hicimos enseguida llegaron los niños y me vieron
entusiasmada con aquel perrito en brazos. La llamamos Molly Brown- en honor de
la indestructible y famosa Molly Brown americana y al color de su pelo- y nos turnamos para tranquilizar
el temor que sintió cuando la separamos de sus hermanos.
En aquella
época yo estaba haciendo un curso durante toda la mañana cerca de casa, así que
iba y venía todo el rato que podía escaparme para verla. Luego la envolvía en
una mantita de dibujos infantiles que había pertenecido a mis hijos e iba a
recoger a la niña al comedor del colegio, donde Molly se asustaba cuando otros
niños corrían a acariciarla. Nunca ha sido muy confiada con extraños, desde el
principio dejó sentado que no iba a soportar que alguien ajeno a la familia
tomara intimidades con ella.
Pero a nosotros
nos convirtió en su estirpe, haciendo suya nuestra casa y conviviendo con
nosotros como una más. A medida que crecía fue evidente que su preferido era mi
marido, con el cual sale a correr y al que sigue como un dios. Pero también nos
quería a los demás. Yo, que no sabía lo que era realmente tener un perro, me he
visto querida, mimada y adorada por esta mata de pelo que lame mis tristezas y
celebra mi vuelta a casa como nadie ha hecho jamás, y no lo digo porque mueva
el rabito hasta que parece que se le vaya a caer, sino por la alegría que
reflejan sus ojos y esos abrazos que
aprietan mis piernas siempre, una y otra vez, aunque yo haya salido tan solo
unos minutos. Hace lo mismo con los niños, aunque a estos tarda meses en verlos
desde que viven fuera. No los olvida y cuando vamos a verlos ella es la primera
en entrar en el coche para hacer un largo viaje que al fin tiene su recompensa
cuando nos tiene a todos juntos, algo que parece obsesionarla. No le gusta la
casa de ellos en Cáceres, pero esa es otra historia.
El día de mi
caída, ella se resistía a dejarme un solo momento. Cuando al cabo de casi una
semana en el hospital regresé a casa por fin, estuvo a mi lado todo el rato,
poniendo la cabeza sobre la pierna herida y acompañándome cada vez que tenía
que moverme con las muletas. Los dos meses que ha durado mi reposo, sin poder
apoyar el pie en el suelo, ha estado junto a mí, alejándose solo cuando salía a
hacer sus necesidades. Cuando he comenzado a andar ha seguido persiguiéndome,
ahora en la cocina, ahora en el salón, siempre pendiente de mis pasos, como si
tuviera que vigilarme cada movimiento. A veces salta y se me sube encima, da un
suspiro y se repantinga para dormirse. Y aunque su preferido sigue siendo “el
macho Alfa”, esa demostración de cariño que me dedica cada hora de su vida es
suficiente como para no sentirme una segundona en su escala de valores.
Simplemente pienso que tiene mucho amor que dar y me siento afortunada porque
quiera hacerme merecedora de una porción de él.
Siento si me he
puesto algo sentimental en esta entrada, pero quería dedicarle algo a esta
peludita cuya capacidad de entrega es superior a la de muchos humanos.
Te quiero mucho,
Molly Brown.
La fidelidad de los perros, el cariño que nos dan, es algo que algunas personas no comprenden. Es algo que sólo quienes han tenido un perro conocen.
ResponderEliminarUn abrazo.
Si, Shirat, es así. Y yo he aprendido con ella, mi primer perro. Ojala todo el mundo pudiera comprobarlo. Un beso.
ResponderEliminarqué bonita entrada, merchi. los perros tienen alma, no hay duda. reconocen a sus amos, saben cuándo están contentos y cuándo no, les dan cariño incondicional...
ResponderEliminarya había visto antes la foto en la que estás haciendo senderismo y ella detrás tuyo, y la de los primeros días de tu lesión. son todas muy chulas. te hace mucha compañía esa perrita de pelo rizado y ojos verdes! ;)
besos
Gracias, Chema. Algunas fotos son de hace tiempo y otras de ahora. Me alegra que te gusten. Un beso.
ResponderEliminarBonito homenaje pero sobre todo merecido por todo loq ue te cuida y todo elcariño que os da a la familia al completo
ResponderEliminarGracias, Geno, en verdad somos nosotros los afortunados porque ella aterrizara en nuestra casa. Un besito.
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