domingo, 3 de marzo de 2013

Molly y yo


 
Llevábamos un tiempo pensando en adoptar un perro. Mi marido, que en su niñez había vivido en el campo, contaba anécdotas entrañables sobre los muchos perros que pasaron por sus manos y pensaba que los niños aprenderían mucho de humanidad conviviendo con uno de esos peluditos que terminan convirtiéndose en algo especial en cada familia. Mi hijo, quien ya por entonces apuntaba maneras de veterinario- enamorándose de todo animal con el que se cruzara- se unía a la hermana para suplicarnos traer un perro a casa, prometiendo cuidarlo y sacarlo a pasear cuando fuera necesario. Por entonces eran dos críos y a mí me hacía gracia ver la insistencia que ponían, anteponiendo esto a cualquier otro regalo que pudieran desear, buscándole nombre y ubicándole un lugar para dormir mucho antes de que el padre y yo decidiéramos nada.
 
 
 

Yo no lo tenía muy claro. De niña nunca tuve perro. Mi madre jamás lo permitió pues su trabajo le hacía pasar muchas horas fuera de casa y bastante tenía con preocuparse por mí, que era la pequeña. La única mascota que conseguí fue un pollito que me regaló alguien en un cumpleaños y al que durante semanas llevé metido en una caja de zapatos a todas partes, dándole de comer y arropándolo con una mantita a la hora de dormir. El pollito, amarillo y gordito, se escapó de la caja en cuanto creció un poco y comenzó a llenar la casa de sus porquerías fisiológicas, cosa que mi madre no estaba dispuesta a permitir, por lo que me dijo que sería mejor regalarlo a una señora que tenía un patio con gallinas, donde sería feliz comiendo grano y viviendo con sus semejantes. Lo llevamos en su caja y me despedí de él sin demasiado apego.
 
 

Yo tendría unos veinte años y ya vivía sola cuando la amiga de una amiga me ofreció un cachorro de pastor alemán de la camada de su perra.  Me animé y lo acepté, entre otras cosas porque era difícil resistirse al encanto de aquella cosita tan preciosa. Hasta el momento en que lo llevé a mi pequeño piso, Dudo –le llamé así como homenaje a un personaje de la serie Fraggle Rock- había vivido seis meses con su madre y sus hermanos en un chalet con jardín donde podía correr como el loco juguetón que era. Meterlo en aquel espacio reducido no le gustó demasiado y pasó la primera noche llorando, sin duda echando de menos su ambiente y familia, sin que pudiera consolarlo. Lo peor fue que al día siguiente yo tuve que irme al trabajo a las ocho de la mañana y no regresé hasta cerca de las seis de la tarde. A pesar de haberle dejado comida y agua en abundancia, durante toda la jornada estuve lamentándome por el pobre animal, sintiéndome como una secuestradora que lo había arrancado de su hábitat feliz para llevarlo a una prisión. Al llegar a casa y ver la carita de pena que me esperaba en un rincón de la cocina, lo devolví a su dueña enseguida. Dudo se revolcó en el césped, lamió a la madre y no dejó de mover el rabito mientras sus hermanos se le abalanzaban para jugar. Ni siquiera miró en mi dirección mientras me alejaba, seguramente aliviado porque no volviera a llevármelo.
 
 

Aquello me había marcado un poco y pasados los años aún pensaba en ello. Sin embargo ahí estaba, dándole vueltas a la idea de hacernos con un perro que completara la familia. Parecía que cada día estábamos más decididos y ahora barajábamos la raza, el lugar donde iríamos a buscarlo o comprarlo, etc...
 
 

En nuestra calle, frente a nuestro piso, había una tienda de animales donde mis hijos se paraban cada tarde, a la salida del colegio, a mirar por el escaparate. A veces entraban sin que yo pudiera evitarlo y pasaban lo que a mí se me antojaban horas contemplando perritos, gatitos, conejos, ratones, tortugas y todo un festival de animales que los volvían locos. Una tarde de Octubre del año 2003 en la que ellos habían salido con el padre, decidí esperarlos en la calle. En el escaparate de la tienda había tres cachorritos que jugaban entre ellos, tan encantadores que estuve sonriendo todo el tiempo. De los tres, uno de ellos era marrón chocolate oscuro, algo que me hizo gracia porque yo llevaba un jersey del mismo color. Fue una especie de flechazo. Sin pensarlo entré en la tienda y hablé con el dueño, que me dijo que la marrón era “una niña”, un perro de aguas de una variedad que llaman “turco”, original de Ubrique. “Encima eres gaditana, como yo”, recuerdo que pensé mirándola y entonces la cogí en brazos y ella me lamió la mano y se me acurrucó de manera que su cuerpecito marrón se perdió en mi jersey.
 
 

No recuerdo cuanto nos pidieron por ella, es algo que pasó a segundo plano en cuanto la tuvimos en casa, cosa que hicimos enseguida llegaron los niños y me vieron entusiasmada con aquel perrito en brazos. La llamamos Molly Brown- en honor de la indestructible y famosa Molly Brown americana y al color de su pelo- y nos turnamos para tranquilizar el temor que sintió cuando la separamos de sus hermanos.
 
 

En aquella época yo estaba haciendo un curso durante toda la mañana cerca de casa, así que iba y venía todo el rato que podía escaparme para verla. Luego la envolvía en una mantita de dibujos infantiles que había pertenecido a mis hijos e iba a recoger a la niña al comedor del colegio, donde Molly se asustaba cuando otros niños corrían a acariciarla. Nunca ha sido muy confiada con extraños, desde el principio dejó sentado que no iba a soportar que alguien ajeno a la familia tomara intimidades con ella.
 
 

Pero a nosotros nos convirtió en su estirpe, haciendo suya nuestra casa y conviviendo con nosotros como una más. A medida que crecía fue evidente que su preferido era mi marido, con el cual sale a correr y al que sigue como un dios. Pero también nos quería a los demás. Yo, que no sabía lo que era realmente tener un perro, me he visto querida, mimada y adorada por esta mata de pelo que lame mis tristezas y celebra mi vuelta a casa como nadie ha hecho jamás, y no lo digo porque mueva el rabito hasta que parece que se le vaya a caer, sino por la alegría que reflejan sus ojos y  esos abrazos que aprietan mis piernas siempre, una y otra vez, aunque yo haya salido tan solo unos minutos. Hace lo mismo con los niños, aunque a estos tarda meses en verlos desde que viven fuera. No los olvida y cuando vamos a verlos ella es la primera en entrar en el coche para hacer un largo viaje que al fin tiene su recompensa cuando nos tiene a todos juntos, algo que parece obsesionarla. No le gusta la casa de ellos en Cáceres, pero esa es otra historia.
 
 

El día de mi caída, ella se resistía a dejarme un solo momento. Cuando al cabo de casi una semana en el hospital regresé a casa por fin, estuvo a mi lado todo el rato, poniendo la cabeza sobre la pierna herida y acompañándome cada vez que tenía que moverme con las muletas. Los dos meses que ha durado mi reposo, sin poder apoyar el pie en el suelo, ha estado junto a mí, alejándose solo cuando salía a hacer sus necesidades. Cuando he comenzado a andar ha seguido persiguiéndome, ahora en la cocina, ahora en el salón, siempre pendiente de mis pasos, como si tuviera que vigilarme cada movimiento. A veces salta y se me sube encima, da un suspiro y se repantinga para dormirse. Y aunque su preferido sigue siendo “el macho Alfa”, esa demostración de cariño que me dedica cada hora de su vida es suficiente como para no sentirme una segundona en su escala de valores. Simplemente pienso que tiene mucho amor que dar y me siento afortunada porque quiera hacerme merecedora de una porción de él.
 
 

Siento si me he puesto algo sentimental en esta entrada, pero quería dedicarle algo a esta peludita cuya capacidad de entrega es superior a la de muchos humanos.
 
 

Te quiero mucho, Molly Brown.

6 comentarios:

  1. La fidelidad de los perros, el cariño que nos dan, es algo que algunas personas no comprenden. Es algo que sólo quienes han tenido un perro conocen.
    Un abrazo.

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  2. Si, Shirat, es así. Y yo he aprendido con ella, mi primer perro. Ojala todo el mundo pudiera comprobarlo. Un beso.

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  3. qué bonita entrada, merchi. los perros tienen alma, no hay duda. reconocen a sus amos, saben cuándo están contentos y cuándo no, les dan cariño incondicional...
    ya había visto antes la foto en la que estás haciendo senderismo y ella detrás tuyo, y la de los primeros días de tu lesión. son todas muy chulas. te hace mucha compañía esa perrita de pelo rizado y ojos verdes! ;)
    besos

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  4. Gracias, Chema. Algunas fotos son de hace tiempo y otras de ahora. Me alegra que te gusten. Un beso.

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  5. Bonito homenaje pero sobre todo merecido por todo loq ue te cuida y todo elcariño que os da a la familia al completo

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  6. Gracias, Geno, en verdad somos nosotros los afortunados porque ella aterrizara en nuestra casa. Un besito.

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